La primera vez que supe que estaba escuchando a Homero Manzi fue con
“El último organito”. No sé si habrá sido en el ‘48 o ‘49, yo tenía 8
años. Tengo el recuerdo de un aroma, una sensación en la memoria de algo
que pasaba por el oído pero que a mí me daba un gusto en la boca. Me gusta
mucho la introducción, ese recitado donde dice “Volverás por los oscuros
callejones de barro / Cada vez que los tangos recuerden el arrabal
perdido”. Todavía hoy no puedo explicar cómo era ese gusto. Pero cuando
era chico y escuchaba a Manzi, sentía ese sabor en la boca.
En realidad a Manzi lo había escuchado antes por Gardel en “Milonga
sentimental” y “Milonga del novecientos”, y por Corsini en “Milonga
triste”. Cuando era chico siempre iba al cine Estrella, ese que estaba en
la avenida Cabildo y Republiquetas, cerca del Puente Saavedra, y siempre
pasaban Gardel en los entreactos. Me parece que ahí fue que me empezó a
gustar la guitarra. A veces también había números vivos, pero me acuerdo
mucho de “Milonga del novecientos”. Cantaba Gardel, pero ése era
Manzi.
El primer tema que grabé de Manzi fue “Viejo ciego”. Le agregué un
pedazo de poema, un verso del loco Carriego: “Anoche después que te
fuiste, cuando todo el mundo volvía al sosiego, qué triste lloraban los
ojos del ciego”. Fue mi primer disco, un acetato que tenía dos temas: de
un lado un tema mío, “Madrugada”, un poema de Juan Gelman que después fue
el nombre de un disco que hicimos juntos; y del otro lado estaba “Viejo
ciego”, de Manzi, Cátulo Castillo y del viejo Sebastián Piana. Lo grabé en
un estudio que quedaba en Corrientes y Libertad. Yo tendría 22 años y
cuando fui me lo encontré ahí grabando a Palito Ortega, que recién
empezaba. Ese disco lo hice porque me iba a casar y necesitaba comprarme
un traje. Se lo vendí a mis amigos. Me acuerdo de que uno se lo di a
Federico Luppi; años después me lo encontré en la calle y le dije: “Me
debés el disco”. Con esa plata (con la de entonces, no con la de Luppi) me
compré el traje de mi casamiento. Con un tema de Manzi.
También canté mucho “El último organito” y “Mano blanca” y muchas otras
cosas de Manzi. Después me hice amigo de Acho, el hijo de Homero y el
autor de la música de “El último organito”. Cómo son las cosas: ese tema
lo canté el viernes pasado en Madero Tango con Acho presente.
Nos quiso presentar un amigo en común que me contó que Acho tenía
grandes poemas propios. Pero como él vivía en Estados Unidos y yo en París
nos desencontramos y me los terminó mandando por fax. Con eso hice algunas
canciones que le iba pasando por teléfono. Los dos somos del ‘40 y como
tenemos una forma de componer, un estilo parecido, pasaba algo raro entre
los dos. Empezamos a hacer canciones juntos: él me mandaba sus poemas y yo
le devolvía las canciones. Nos hicimos faxistas. Fue algo muy íntimo: Acho
estaba enfermo y un día me escribió un poema diciendo que yo le había
salvado la vida, que tenía que quedarse para seguir componiendo
juntos.
Cuando viajaba a Buenos Aires, yo no tenía nada. Mi departamento estaba
en construcción, helado, y él me hacía pata. Me trajo una radio y un
nebulizador, porque yo siempre ando resfriado. También empezamos a caminar
por el barrio, por Boedo: la calle Colombres, Agrelo, México, la cortada
San Ignacio, San Juan y Boedo, la avenida Garay donde vivía Manzi... La
casa ahora está abandonada y tiene un cartelito de la municipalidad. Por
ahí caminaron Sebastián Piana, Pedrito Maffia, Cátulo Castillo, el viejo
González Castillo, toda la banda de Boedo que era extraordinaria.
Caminábamos por todos lados. Y un día, yo no sé si fue el misterio de este
barrio, como decía Manzi, pero Acho me dio un poema: “Palabras sin
importancia”. “Tomá –me dijo–, es de mi viejo. Hacé lo que quieras.” Me
dan ganas de llorar ahora que lo cuento. Después me fue dando otros. Los
tenía en los archivos del padre, con los que después Acho hizo un libro. Y
en diciembre pasado yo me fui a París a trabajar. Estaba en ese cuarto
parisino arreglado como oficina, solo y sin nada que hacer. En París se
toca temprano, no como acá, y entonces me levantaba temprano y no podía
cantar porque a la noche no iba a tener voz. Así que me puse a trabajar
con los poemas de Manzi. Hacía una canción, la grababa en un grabador
chiquito y la dejaba. Me hacía una siesta y a la tarde la escuchaba y
¡estaba fenómena! La dejaba y agarraba otro poema. En esa semana hice ocho
temas seguidos. Y ninguno se parece al otro. No sé qué pasó, me agarró
como una locura, una emoción. Pero no sé si fui yo. A cualquier músico
argentino le hubiera pasado. Poder trabajar con un poema de Manzi, y que
me lo haya dado el hijo... Fue algo como sentir: “Ahora soy de la
barra”.
No soy de mucho analizar, pero hacer esto me hizo sentir un compañero
de Manzi, sentí que él hubiera trabajado conmigo si yo hubiera vivido en
esa época. Cuando era joven, para mí Manzi era una especie de luz: en los
‘60 había una revisión muy fuerte de la historia argentina; nosotros
teníamos unos veinte años y Forja nos parecía algo extraordinario. Y en
medio de todo eso, Manzi se integró al peronismo diciendo: “Yo no soy
peronista, pero Perón hace todo lo que yo quiero hacer”. Y además hizo
cine, hizo teatro, fue uno de los hombres más importantes de la cultura
argentina; un intelectual y un artista que defendió las raíces, en contra
de la injusticia, la penetración cultural. Tenía mucho humor, era un
hombre de la noche, no era un puritano a ultranza, era un hombre que dio
la vida, que sufrió. El otro día iba en un taxi y manejaba un muchacho de
unos 30 años. Justo pasamos por Garay y yo le dije: “Acá vivió Homero
Manzi”. “¿Quién?”, me preguntó. ¿Cómo quién es Homero Manzi? Casi más me
bajo.
En estos poemas Manzi habla del campo, de los caballos, de los
matungos, del cuarteador de Barracas y los piringundines, esos prostíbulos
de mala muerte. Yo también tengo cosas del campo. En “Matungo” le dice al
caballo “ahora mordés el yuyal/ solo en la paz de los huecos/ ahora tu
diente muerde el yuyal/ chapas de cielo en tu techo” y tiene una polenta
como si fuese Lorca.
Manzi cuenta historias, no de vigencia ni de nada. Pero detener el
destino no es algo de épocas, es de siempre.
Manzi era un hombre de una gran sabiduría, de una gran cultura. Yo
cuando canto estoy como en el limbo, no pienso en nada. Ojalá la gente lo
cante, que los jóvenes lo canten, Manzi es para
cantarlo.