De la novela "Gardel"de Marcelo Zamboni, 1996.
En Español
¿Volver?, ¿para qué volver?, se
pregunta el hombre que descansa acostado mientras se pasa la mano por la
cara como si no quisiera recordar y mira, con la mente en blanco, las
aspas del ventilador de techo que giran y giran removiendo el aire
caliente de Colombia. Esas aspas parecen hélices, se dice, hélices. Está
harto del trabajo y del calor que ahora se ha echado sobre el ambiente
como una manta pesada. Un hielo se derrite blando en un vaso con agua
mientras lleva la mano hacia el abdomen y piensa que tiene que bajar de
peso.
Recuerda las caminatas y los
trotes por el Central Park de Nueva York pero también los enormes platos
de tallarines de Little Italy y sonríe. Sabe que no es bueno para su
imagen estar excedido de peso; pero cuando mejor figura tuvo, la gente le
preguntaba si en verdad era él y él respondía que no, que el otro era su
hermano; pero su voz, su voz, la gente ama esa voz que ya no es lo que
fue; una voz que ahora descansa en escalas bajas; lejos de notas audaces o
de sonoridades coloridas, él aprendió a cuidarse de las melodías que lo
exigen, de las notas que lo podían dejar al descubierto; él sabe con qué
canciones el público lo seguirá amando. Por suerte, se dice, ha quedado
atrás la bendita orquesta de Tucci y esas películas baratas en Long
Island. Alfredo insiste que el próximo paso debe ser Hollywood, que el
mundo es grande y alcanza para Chevallier y para mí, eso dice Alfredo.
Pero piensa que, tarde o temprano, tendrá que hablar con Alfredo para
solucionar las cosas pendientes, porque si algo les llegara a ocurrir se
vería en serios problemas; no quiere que pase con él lo mismo que sucedió
con Razzano. Tanto confiar, murmura, y al final...
El hombre cierra los ojos y
aprieta los labios; aparece Buenos Aires, lejos con su casa de la calle
Jean Jaures y esa vieja adentro: ¿no habrá ya hecho lo suficiente por
ella?; a qué seguir dando esa imagen de hijo bueno si están a
mano.
Mientras los dedos vuelven al
costado del cuerpo piensa que las hélices del ventilador no sirven: la
temperatura es un incendio, una explosión, un instante mortal. Se acomoda
de costado buscando dormir un poco se reconoce cansado de la gente que lo
rodea; del miedo que le producen estos miserables viajes en avión; cansado
de las fechas previstas y del itinerano del demonio que fijaron los
empresarios; cansado de tener que cumplir con los contratos.
El ventilador le acerca oleadas
de aire hirviendo y gruesas gotas de sudor le aparecen en el pecho y le
empapan la camiseta. Entonces vuelve a pensar en volver y ahora la idea es
una flor cuyos pétalos se abren.
Volver, dice.
La tarde de Colombia es un perro
con los ojos cerrados; la tarde en Buenos Aires también es
blanca.
Con la frente marchita,
piensa.
Las aspas de ventilador son
hélices. hélices.
Pero, ¿puedo volver?, se dice; ¿quién sería ahora si
vuelvo?; hay gente que no se olvida de que me alegré con la revolución de
Uriburu y que hasta le dediqué un tango; encima estoy viejo; ya no canto
como antes y no me puedo sacar de la cabeza la imagen de las butacas
vacías de mi teatro mientras el público desbordaba el teatro de Charlo,
cruzando la calle.
El éxito es puro grupo, suspira,
puro camelo.
Entonces, ¿a qué volver?, piensa,
¿a enfrentarme con el fracaso?; ¿a enterarme de que lo único que tengo son
deudas?, ¿a aguantar a esa vieja?, ¿a ver mi propia cara en el espejo?. ¿A
qué volver?, se pregunta mientras el calor pasea su infierno silencioso
sobre el hombre abandonado en la cama del hotel colombiano. ¿Acaso este
exilio no es la gloria?
Se pasa una mano húmeda por el
rostro mojado y recuerda que en un rato vendrá la manicura, el peluquero;
aparecerá alguna de sus "escobas" haciendo alarde de la última conquista o
vendrá a joderle la vida Alfredo, con su vieja historia de la corista
francesa y su tuberculosis. Siente que no tiene ganas de nada, mucho menos
del despropósito de ese gentío que no lo quiere ver a él, no: quiere
asistir a la puesta en escena del mito, del porteño, del zorzal, del
hombre de la sonrisa torcida y el chambergo requintado. Se dice que el
éxito es eso, sí, eso: apretujones, manos tironeando su ropa, llevándose
pedazos de bolsillos o haciéndolo perder un zapato; ni que hablar de los
gritos histéricos de todas esas locas.
Si no fuera por mis "escobas" y
el resto, se dice; si no fuera por mi imagen; si no fuera por Hollywood y
la inmortalidad; si no fuera porque todavía no puedo volver a taparle la
boca a todos esos cretinos de Buenos Aires, si no fuera por todo eso,
volvería para mandar a la mierda a la vieja y a los caballos, para poner
las cuentas claras con Alfredo y comprar un campito o una chacra y
dedicarme a las vacas.
¿Y la gente, su público, el
pueblo?, le pregunta una voz dentro de él.
¿La gente?. Que le vaya a cantar
a Tita Ruffo, la gente.
Y es en ese momento de la tarde
que se abre la puerta y entra Le Pera y pregunta: ¿se puede?
Y Gardel, sin abrir los ojos,
contesta. pasá, sentate, Alfredo.
Y Le Pera, que conoce de su
fatiga, le palmea la rodilla y dice: ya falta poco, Carlos. Hoy es 23,
manana pasamos por Medellín, llegamos a Cali, y todo esto se termina,
viejo.