EL POLACO GOYENECHE
Data: Monday, 24 October @ 00:21:05 CEST Argomento: Poesie - Storia - Letteratura
El Polaco
Goyeneche Por Jorge Göttling.
En español
Jamàs utilizò un tono impersonal, ni para saludara
desconocido.
Tampoco usó el traje de prócer y se cuidó bien de
controversias y complejidades. Parecía un chabón de Saavedra, un hombre
ajeno al mundo de fluorescencias que lo rodeaba en los tiempos de gloria.
Sin saberlo, Roberto Goyeneche estaba fabricando su incursión en el mito.
La beatificación porteña, en cambio, sobrevino tras su muerte, una
tontería de la historia: su público quedó paralizado cuando advirtió que
El Polaco, que tenía respuestas para todo, se había ido definitivamente
sin contestar las últimas preguntas.
Supo de baches y recovecos
desde el volante de un colectivo y estacionó el hilo denso de su voz en la
cochera reservada para los irrepetibles. También edificó leyendas, que se
certificaron cuando su voz se había opacado y algunas grietas se advertían
en su canto.
Ya curtido en las escuelas de las orquestas de
Horacio Salgán y Aníbal Troilo, como solista rompió los libros y elaboró
sus propias reglas cantoras, construyendo un estilo que no reconoce
herencias y que no dejó herederos. Esa manera de decir por encima de la
frialdad del pentagrama, emparentada con las de la Piaff o Chevalier,
produjo revoluciones saludables, logró destapar orejas sordas, detuvo la
marcha de anteriores formas cantables, las oxidó y las desalojó del gusto
popular.
Hay marcas que bastan para explicar el éxito, el
recuerdo, la reverencia, la unanimidad. Goyeneche fue capaz de triunfar en
París frente a auditorios que sólo podían manejarse por intuición,
incapacitados para percibir la versión del idioma, pero nada lerdos a la
hora de comprender que se encontraban en presencia de un gran
artista.
Otra muestra fue la adhesión
incondicional de universos etarios diferentes: en Buenos Aires cautivó a
los jóvenes, en tiempos de virtual hegemonía nacional del rock. Sólo hay
que desandar el calendario para comprobar que Goyeneche siempre les contó
el tango a los infieles. Llegó a tal punto la veneración que, ya sobre el
final, con la respiración empaquetada por el rigor implacable del
enfisema, el público aplaudía hasta su tos.
Desde una perspectiva
histórica, es necesario valorarlo como uno de los contados cantantes que
consiguieron escapar de la influencia gardeliana, acaso justamente porque
su admiración por Carlos Gardel alcanzaba el máximo grado, cercano a la
idolatría. Esa alcurnia de distinto fue modelándose en las minucias de ese
estilo pleno de expresividad, persuasivo hasta en los titubeos, que fue
adquiriendo tics exacerbados a medida que se amarronó la voz, que se hizo
arena.
Fue un fabricante de atmósferas, frecuentador de peligrosas
cornisas por convicción y por el peso de su personalidad artística.
Respetuoso de la inteligencia como forma superior de la palabra, hizo de
la palabra y del silencio —que es su primera consecuencia— una profesión y
un vicio. El silencio era su alimento: acaso por eso hablaba tan bien.
Vivió y murió con el corazón, la mirada y el gesto volcados a
Saavedra, la noción barrial que lo contuvo. El barrio, sus códigos, sus
personajes, sus tiernas cursilerías y sus historias reales o ficticias se
contituyeron en su Olimpo tanguero, el habitáculo donde se desplazó
siempre como si jamás se hubiera ido, con el valor de pertenencia que
únicamente pueden dar la fidelidad y el amor.
Fue un porteño
ingenuo, sensible, cordial, un arquetipo recio de códigos priorizados por
viejas y entrañables costumbres de barrio a las que permaneció fiel.
Después de una agonía prolongada en 48 días, ese cuerpo diezmado
en mil batallas nocheras se permitió abandonar la pelea. Provocó,
entonces, una sensación de pérdida masiva, una descarga eléctrica de
emociones que remite al duelo matriz de Medellín.
Y esa referencia
gardeliana, por otra parte inevitable, será para siempre el soporte y el
cimiento del edificio mitológico que El Polaco construyó.
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