UN CUENTO: ''CABECITA NEGRA''
Data: Sunday, 06 November @ 01:30:34 CET Argomento: Poesie - Storia - Letteratura
"Cabecita Negra"
de Germán Rozenmacher En Español
El señor Lanari no podía dormir. Eran
las tres y media de la mañana y fumaba enfurecido, muerto de frío acodado en ese
balcón del tercer piso, sobre la calle vacía, temblando encogido dentro del
sobretodo de solapas levantadas. Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de
tomar pastillas y de ir y venir por la casa frenético y rabioso como un león
enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había lustrado los
zapatos. Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado
escuchando el invisible golpeteo de algún caballo de carro de verdulero cruzando
la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la manzana con sus faros rompiendo
la neblina, esperando turno para entrar al amueblado de la calle Cangallo, y un
tranvía 63 con las ventanillas pegajosas, opacadas de frío, pasaba vacío de
tanto en tanto, arrastrándose entre las casas de uno o dos a siete pisos y se
perdía, entre los pocos letreros luminosos de los hoteles, que brillaban
mojados, apenas visibles, calle abajo. Ese insomnio era una desgracia. Mañana
estaría resfriado y andaría abombado como un sonámbulo todo el día. Y además
nunca había hecho esa idiotez de levantarse y vestirse en plena noche de
invierno nada más que para quedarse ahí, fumando en el balcón. ¿A quién se le
ocurría hacer esas cosas? Se encogió de hombros, angustiado. La noche se había
hecho para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente él se sentía
despierto en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo
hacía moverse con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien.
Se cuidaría muy bien de no contárselo a su socio de la ferretería porque lo
cargaría un año entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de
la noche. En este país donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a
los demás y pasarla bien a costillas ajenas había que tener mucho cuidado para
conservar la dignidad. Si uno se descuidaba lo llevaban por delante, lo
aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si estuviera su mujer ya le habría
hecho uno de esos tes de yuyos que ella tenía y santo remedio. Pero suspiró
desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de semana a la
quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así que estaba solo en la casa.
Sin embargo pensó, no le iban tan mal las cosas. No podía qúejarse de la vida.
Su padre había sido un cobrador de la luz -un inmigrante que se había muerto de
hambre sin haber llegado a nada. El señor Lanari había trabajado como un animal
y ahora tenía esa casa del tercer piso cerca del Congreso, en propiedad
horizontal y hacía pocos meses había comprado el pequeño Renault que ahora
estaba abajo, en el garaje y había gastado una fortuna en los hermosos apliques
cromados de las portezuelas. La ferretería de la Avenida de Mayo iba muy bien y
ahora tenía también la quinta de fin de semana donde pasaba las vacaciones. No
no podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se recibiría de
abogado y seguramente se casaría con alguna chica distinguida. Claro que había
tenido que hacer muchos sacrificios. En tiempos como éstos donde los desórdenes
políticos eran la rutina había estado varias veces al borde de la quiebra.
Palabra fatal que significaba el escándalo, la ruina, la pérdida de todo. Había
tenido que aplastar muchas cabezas para sobrevir porque si no, hubieran hecho lo
mismo con él. Así era la vida. Pero había salido adelante. Además cuando era
joven tocaba el violín y no había cosa que le gustase más en el mundo. Pero vio
por delante un porvenir dudoso y sombrío lleno de humillaciones y miseria y tuvo
miedo. Pensó que se debía a sus semejantes, a su familia, que en la vida uno no
podía hacer todo lo que quería, que tenía que seguir el camino recto, el camino
debido y que no debía fracasar. Y entonces todo lo que había hecho en la vida
había sido para que lo llamaran "señor". Y entonces juntó dinero y puso una
ferretería. Se vivía una sola vez y no le había ido tan mal. No señor. Ahí
afuera, en la calle, podían estar matándose. Pero él tenía esa casa, su refugio,
donde era el dueño, donde se podía vivir en paz, donde todo estaba en su lugar,
donde lo respetaban. Lo único que lo desesperaba era ese insomnio. Dieron las
cuatro de la mañana. La niebla era más espesa. Un silencio pesado había caído
sobre Buenos Aires. Ni un ruido. Todo en calma. Hasta el señor Lanari tratando
de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose. De pronto una muier gritó en la
noche. De golpe. Una mujer aullaba a todo lo que daba como una perra salvaje y
pedía socorro sin palabras, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, a
cualquiera. El señor Lanari dio un respingo, y se estremeció, asustado. La mujer
aullaba de dolor en la neblina y parecía golpearlo con sus gritos como un
puñetazo. El señor Lanari quiso hacerla callar, era de noche, podía despertar a
alguien, había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de pronto la mujer
gritó de nuevo, reventando el silencio y la calma y el orden, hacienclo
escándalo y pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y sangre, anterior
a las palabras, casi un vagido de niña, desesperado y solo. El viento siguió
soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado. Entonces el señor Lanari
bajó a la calle y fue en la niebla, a tientas, hasta la esquina. Y allí la vio.
Nada más que una cabecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el
letrero luminoso "Para Damas" en la puerta, despatarrada y borracha, casi una
niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las
piernas abiertas bajo la pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la
cabeza sobre el pecho y una botella de cerveza bajo el brazo. Quiero ir a
casa, mamá lloraba. Quiero cien pesos para el tren para irme a casa.
Era un china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la
estrecha escalera de madera en un chorro de luz amarilla. El señor Lanari sintió
una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran estos negros, qué se iba
a hacer, la vida era dura, sonrio, sacó cien pesos y se los puso arrollados en
el gollete de la botella pensando vagamente en la caridad. Se sintió satisfecho.
Se quedó mirándola, con las manos en los bolsillos, despreciándola despacio.
¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? la voz era dura y malévola. Antes
que se diera vuelta ya sintio una mano sobre su hombro. A ver, ustedes dos,
vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la via pública. El señor Lanari,
perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.
Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman
y hacen barullo y no dejan dormir a la gente. Entonces se dio cuenta que el
vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde. Quiso empezar a
contar su historia. Viejo baboso dijo el vigilante mirando con odio al
hombrecito despectivo, seguro v sobrador que tenía adelante. Hacéte el gil
ahora. El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo. Vamos. En cana. El
señor Lanari parpadeaba sin comprender. De pronto reaccionó violentamente y le
gritó al policía. Cuidado señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede
costar muy cara. ¿Usted sabe con quién está hablando?Había dicho eso como
quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario amigo.
Andá, viejito verde, andá, ¿te creés que no me di cuenta que la largaste
dura y ahora te querés lavar las manos? dijo el vigilante y lo agarró por
la solapa levantando a la negra que ya había dejado de llorar y que dejaba
hacer, cansada, ausente y callada mirando simplemente todo. El señor Lanari
temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía que ver él con todo eso? Y además ¿qué
pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y entonces no lo creyeran y se
complicaran más las cosas? Nunca había pisado una comisaría. Toda su vida había
hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era un hombre decente. Ese
insomnio había tenido la culpa Y no había ninguna garantía de que la policía
aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los últimos tiempos. Ni siquiera en
la policía se podía confiar. No. A la comisaría no. Sería una verguenza inútil.
Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer dijo señalándola.
Sintió que el vigilante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban ellos dos, del
lado de la ley y esa negra estúpida que se quedaba callada, para peor, era la
única culpable. De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alto que
él, y que lo miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes,
inyectados y malignos, bestiales con grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro
cabecita negra. Señor agente le dijo en tono confidencial y bajo como
para que la otra no escuchara, parada ahí, con la botella vacía como una muñeca,
acunándola entre los brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan aplastada
que ya nada le importaba. Venga a mi casa, señor agente. Tengo un coñac de
primera. Va a ver que todo lo que le digo es cierto.Y sacó una tarjeta
personal y los documentos y se los mostró. Vivo ahí al ladogimió casi,
manso y casi adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba en manos del otro sin
tener ni siquiera un diputado para que sacara la cara por él y lo defendiera.
Era mejor amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo dejara de
embromar. El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el
señor Lanari le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un brazo y a
la negrita por otro y casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron al
departamento el señor Lanari prendió todas las luces y le mostró la casa a las
visitas. La negra apenas vio la cama matrimonial se tiró y se quedó
profundamente dormida. Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su
hijo o sus parientes o cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros, al margen
de todo, como metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un
escándalo, lo más horrible del mundo, un escándalo y nadie le creería su
explicación y quedaría repudiado, como culpable de una oscura culpa, y yo no
hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las 4 de la mañana, porque la
noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros, él, que era
una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado por la
locura, en su propia casa. Dame cafédijo el policía y en ese momento
el señor Lanari sintió que lo estaban humillando. Toda su vida había trabajado
para tener eso, para que no lo atropellaran y así de repente, ese hombre, un
cualquiera, un vigilante de mala muerte lo trataba de che, le gritaba, lo
ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que
ya no supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la comisaría
porque aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había venido
a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido en años y
años de duro trabajo, todas sus posesiones, y encima humillarlo y escupirlo. Y
la mujer estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de hombros. No
entendía nada. Le sirvió café. Después lo llevó a conocer la biblioteca, Sentía
algo presagiante, que se cernía, que se venía. Una amenaza espantosa que no
sabía cuando se le desplomaría encima ni cómo detenerla. El señor Lanari, sin
saber por qué, le mostró la biblioteca abarrotada con los mejores libros. Nunca
había podido hacer tiempo para leerlos pero estaban allí. El señor Lanari tenía
su cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía toda la historia de
Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había pedido estudiar violín tenía un
hermoso tocadistos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música del
mundo se hacía presente. Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de
libros con ese hombre. Pero ¿de qué líbros podría hablar con ese negro? Con la
otra durmiendo en su cama y ese hombre ahí frente suyo, como burlándose, sentía
un oscuro malestar que le iba creciendo, una inquietud sofocante. De golpe se
sorprendió que justo ahora quisiera hablar de libros y con ese tipo. El policía
se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió la campera y se puso a
tomar despacio. El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían
lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo
mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera querido que esuviera ahí su
hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros que ahora se le habían
despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo eso que no tenía ni
pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una persona civilizada. Era
como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa. Sintió que deliraba y
divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por estallar. Todo estaba al revés.
Esa china que podía ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que ni siquiera
sabía a ciencia cierta si era policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba
tomada. Qué le hicistedijo al fin el negro. Señor, mida sus
palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así que haga el favor de. .
.el policía o lo que fuera lo agarró de las solapas y le dio un puñetazo en
la nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo le corría la sangre por el
labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaba haciendo eso? ¿Qué cuentas le
pedían? Dos desconocidos en la noche entraban en su casa y le pedían cuentas por
algo que no entendía y todo era un manicomio. Es mi hermana. Y vos la
arruinaste. Por tu culpa ella se vino a trabajar como muchacha, una chica una
chiquilina, y entonces todos creen que pueden llevársela por delante. Cualquiera
se cree vivo ¿eh? Pero hoy apareciste, porquería, apareciste justo y me las vas
a pagar todas juntas. Quién iba a decirlo, todo un señor... El señor Lanari no
dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a la chica desesperadamente.
La chica abrió los ojos, se encogió de hombros, se dio vuelta y siguió
durmiendo. El otro empezó a golpear]o, a patear]o en la boca del estómago,
mientras el señor Lanari decía no, con la cabeza y dejaba hacer, anonadado, y
entonces fue cuando la chica despertó y lo miró y le dijo al hermano: Este
no es, José. Lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada, pero
definitiva. Vagamente el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida
humillada del otro y vio que se detenía bruscamenté y vio que la mujer se
levantaba, con pesadez, y por fín, sintió que algo tontamente le decía adentro
"Por fin se me va este maldito insomnio" y se quedó bien dormido. Cuando
despertó, el sol estaba alto y le dio en los ojos, encegueciéndolo. Todo en la
pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le dolía terriblemente la boca del
estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba a punto de volverse loco y cerró
los ojos para no girar en un torbellino. De pronto se precipitó a revisar todos
los cajones, todos los bolsillos, bajó al garaje a ver si el auto estaba
todavía, y jadeaba, desesperado a ver si no le faltaba nada. ¿Qué hacer a quién
recurrir? Podría ir a la comisaría, denunciar todo pero ¿denunciar qué? ¿Todo
había pasado de veras? "Tranquilo, tranquilo, aquí no ha pasado nada", trataba
de decirse pero era inútil: le dolía la boca del estómago y todo estaba patas
arriba y la puerta de calle abierta. Tragaba saliva. Algo había sido violado.
"La chusma", dijo para tranquilizarse, "hay que aplastarlos, aplastarlos", dijo
para tranquilizarse. "La fuerza pública", dijo, "tenemos toda la fuerza pública
y el ejército", dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el
señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.
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