HOMBRE DE LA ESQUINA ROSADA
Data: Tuesday, 18 March @ 00:30:00 CET Argomento: Poesie - Storia - Letteratura
En español de JORGE L.BORGES
"Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres"
HOMBRE DE LA ESQUINA ROSADA
A Enrique Amorim
A mi, tan luego, hablarme del
finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que éstos no eran sus barrios
porque el sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la laguna
de Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una
misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que en ella vino la
Lujanera porque sí a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no
volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida esperiencia
para reconocer ése nombre, pero Rosendo Juárez el Pegador, era de los que
pisaban más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo,
era uno de los hombres de don Nicolás Paredes, que era uno de los hombres
de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al quilombo, en un oscuro, con
las prendas de plata; los hombres y los perros lo respetaban y las chinas
también; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo
alto, de ala finita, sobre la melena grasíenta; la suerte lo mimaba, como
quien dice. Los mozos de la Villa le copiábamos hasta el modo de escupir.
Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condicion de
Rosendo. Parece cuento, pero la historia de esa noche
rarísima empezó por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta
el tope de hombres, que iba a los barquinazos por esos callejones de barro
duro, entre los hornos de ladrillos y los huecos, y dos de negro, dele
guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba un fustazo a los
perros sueltos que se le atravesaban al moro, y un emponchado iba
silencioso en el medio, y ése era el Corralero de tantas mentas, y el
hombre iba a peliar y a matar. La noche era una bendición de tan fresca;
dos de ellos iban sobre la capota volcada, como si la soledá juera un
corso. Ese jue el primer sucedido de tantos que hubo, pero recién después
lo supimos. Los muchachos estábamos dende tempraño en el salón de Julia,
que era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el
Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por la luz que
mandaba a la redonda el farol sinvergüenza, y por el barullo también. La
Julia, aunque de humilde color, era de lo más conciente y formal, así que
no faltaban músicantes, güen beberaje y compañeras resistentes pal baile.
Pero la Lujanera, que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas.
Se murió, señor, y digo que hay años en que ni pienso en ella, pero había
que verla en sus días, con esos ojos. Verla, no daba
sueño. La caña, la milonga, el hembraje, una
condescendiente mala palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el
montón que yo trataba de sentir como una amistá: la cosa es que yo estaba
lo más feliz. Me tocó una compañera muy seguidora, que iba como
adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos
arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar. En esa
diversion estaban los hombres, lo mismo que en un sueño, cuando de golpe
me pareció crecida la música, y era que ya se entreveraba con ella la de
los guitarreros del coche, cada vez más cercano. Después, la brisa que la
trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la
companera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la
puerta con autoridá, un golpe y una voz. En seguida un silencio general,
una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era
parecido a la voz. Para nosotros no era todavía Francisco
ReaI, pero sí un tipo alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y una
chalina de un color como bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo
que era aindiada, esquinada. Me golpeó la hoja de la puerta
al abrirse. De puro atolondrado me le jui encima y le encajé la zurda en
la facha, mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en
la sisa del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la
atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me hizo a un
lado, como despidiéndose de un estorbo. Me dejó agachado detrás, todavía
con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible. Siguió como si tal
cosa, adelante. Siguió, siempre más alto que cualquiera de los que iba
desapartando, siempre como sin ver. Los primeros -puro italianaje mirón-
se abrieron como abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón
siguiente ya estaba el Inglés esperándolo, y antes de sentir en el hombro
la mano del forastero, se le durmió con un planazo que tenía listo. Jue
ver ése planazo y jue venírsele ya todos al humo. El establecimiento tenía
más de muchas varas de fondo, y lo arriaron como un cristo, casi de punta
a punta, a pechadas, a silbidos y a salivazos. Primero le tiraron
trompadas, después, al ver que ni se atajaba los golpes, puras cachetadas
a mano abierta o con el fleco inofensivo de las chalinas, como riéndose de
él. También, como reservándolo pa Rosendo, que no se había movido para eso
de la paré del fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba con apuro
su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro después. El
Corralero fue empujado hasta él, firme y ensangrentado, con ése viento de
chamuchina pifiadora detrás. Silbando, chicoteado, escupido, recién habló
cuando se enfrentó con Rosendo. Entonces lo miró y se despejo la cara con
el antebrazo y dijo estas cosas: Yo soy Francisco
Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el
Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me alzaran la mano,
porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí unos bolaceros
diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero ,
y de malo , y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe
a mi, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de
vista. Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima.
Ahora le relucía un cuchillón en la mano derecha, que en fija lo había
traído en la manga. Alrededor se habían ido abriendo los que empujaron, y
todos los mirábamos a los dos, en un gran silencio. Hasta la jeta del
milato ciego que tocaba el violín, acataba ese rumbo. En
eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco de la puerta seis
o siete hombres, que serían la barra del Corralero. El más viejo, un
hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó para quedarse
como encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se descubrió con
respeto. Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no
era limpio. ¿;Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que
no lo sacaba pisotiando a ese balaquero? Seguía callado, sin alzarle los
ojos. El cigarro no sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin
pudo acertar con unas palabras, pero tan despacio que a los de la otra
punta del salón no nos alcanzo lo que dijo. Volvió Francisco Real a
desafiarlo y él a negarse. Entonces, el más muchacho de los forasteros
silbó. La Lujanera lo miró aborreciéndolo y se abrió paso con la crencha
en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se jue a su hombre y le
metió la mano en el pecho y le sacó el cuchillo desenvainado y se lo dió
con estas palabras: Rosendo, creo que lo estarás
precisando. A la altura del techo había una especie de
ventana alargada que miraba al arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo
el cuchillo y lo filió como si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia
atrás y voló el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado.
Yo sentí como un frio. De asco no te carneodijo
el otro, y alzó, para castigarlo, la mano. Entonces la Lujanera se le
prendió y le echó los brazos al cuello y lo miró con esos ojos y le dijo
con ira: Dejalo a ése, que nos hizo creer que era un
hombre. Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego
la abrazó como para siempre y les gritó a los musicantes que le metieran
tango y milonga y a los demás de la diversión, que bailaramos. La milonga
corrió como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin
ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y
grito: ¡;Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo
dormida ! Dijo, y salieron sien con sien, como en la
marejada del tango, como si los perdiera el tango. Debí
ponerme colorao de vergüenza. Dí unas vueltitas con alguna mujer y la
planté de golpe. Inventé que era por el calor y por la apretura y jui
orillando la paré hasta salir. Linda la noche, ¿;para quien? A la vuelta
del callejón estaba el placero, con el par de guitarras derechas en el
asiento, como cristianos. Dentre a amargarme de que las descuidaran así,
como si ni pa recoger changangos sirviéramos. Me dió coraje de sentir que
no éramos naides. Un manotón a mi clavel de atrás de la oreja y lo tiré a
un charquito y me quedé un espacio mirándolo, como para no pensar en más
nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el día siguiente, yo me
quería salir de esa noche. En eso, me pegaron un codazo que jue casi un
alivio. Era Rosendo, que se escurría solo del
barrio. Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo
me rezongó al pasar, no sé si para desahogarse, o ajeno. Agarró el
lado más oscuro, el del Maldonado; no lo volví a ver
más. Me quedé mirando esas cosas de toda la vida cielo
hasta decir basta, el arroyo que se emperraba solo ahí abajo, un caballo
dormido, el callejón de tierra, los hornos y pensé que yo era apenas
otro yuyo de esas orillas, criado entre las flores de sapo y las
osamentas. ¿;Que iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero
blandos para el castigo, boca y atropellada no más? Sentí después que no,
que el barrio cuanto más aporriao, más obligación de ser
guapo. ¿;Basura? La milonga déle loquiar, y déle bochinchar
en las casas, y traía olor a madreselvas el viento. Linda al ñudo la
noche. Había de estrellas como para marearse mirándolas, una encima de
otras. Yo forcejiaba por sentir que a mí no me representaba nada el
asunto, pero la cobardía de Rosendo y el coraje insufrible del forastero
no me querían dejar. Hasta de una mujer para esa noche se había podido
aviar el hombre alto. Para esa y para muchas, pensé, y tal vez para todas,
porque la Lujanera era cosa seria. Sabe Dios qué lado agarraron. Muy lejos
no podían estar. A lo mejor ya se estaban empleando los dos, en
cualesquier cuneta. Cuando alcancé a volver, seguía como si
tal cosa el bailongo. Haciéndome el chiquito, me entreveré
en el montón, y vi que alguno de los nuestros había rajado y que los
norteros tangueaban junto con los demás. Codazos y encontrones no había,
pero si recelo y decencia. La música parecia dormilona, las mujeres que
tangueaban con los del Norte, no decían esta boca es
mía. Yo esperaba algo, pero no lo que
sucedió. Ajuera oimos una mujer que lloraba y después la
voz que ya conocíamos, pero serena, casi demasiado serena, como si ya no
juera de alguien, diciéndole: Entrá, m'hijay
luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a
desesperarse. ¡;Abrí te digo, abrí gaucha arrastrada,
abrí, perra! se abrió en eso la puerta tembleque, y entró la
Lujanera, sola. Entró mandada, como si viniera arreándola
alguno. La está mandando un ánima dijo el
Inglés. Un muerto, amigo dijo entonces el
Corralero. El rostro era como de borracho. Entró, y en la cancha que le
abrimos todos, como antes, dió unos pasos marcado alto, sin ver
y se fue al suelo de una vez, como poste. Uno de los que vinieron con
él, lo acostó de espaldas y le acomodó el ponchito de almohada. Esos
ausilios lo ensuciaron de sangre. Vimos entonces que traiba una herida
juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y ennegrecia un lengue punzó
que antes no le oservé, porque lo tapó la chalina. Para la primera cura,
una de las mujeres trujo caña y unos trapos quemados. El hombre no estaba
para esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos
colgando. Todos estaban preguntándose con la cara y ella consiguió hablar.
Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron a un campito, y que en
eso cae un desconocido y lo llama como desesperado a pelear y le infiere
esa puñalada y que ella jura que no sabe quién es y que no es Rosendo.
¿;Ouién le iba a creer? El hombre a nuestros pies se moría.
Yo pensé que no le había temblado el pulso al que lo arregló. El hombre,
sin embargo, era duro. Cuando golpeó, la Julia había estao cebando unos
mates y el mate dió Ia vuelta redonda y volvío a mi mano, antes que
falleciera. "Tápenme la cara", dijo despacio, cuando no pudo más. Sólo le
quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de
la agonía. Alguien le puso encima el chambergo negro, que era de copa
altísima. Se murió abajo del chambergo, sin queja. Cuando el pecho
acostado dejó de subir y bajar, se animaron a descubrirlo. Tenía ese aire
fatigado de los difuntos; era de los hombres de más coraje que hubo en
aquel entonces, dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y
sin habla, le perdí el odio. Para morir no se precisa
más que estar vivo dijo una del montón, y otra, pensativa
también: Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que
pa juntar moscas. Entonces los norteros jueron diciéndose
un cosa despacio y dos a un tiempo la repitieron juerte
después. Lo mató la mujer. Uno le grito
en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me olvidé que tenía que
prudenciar y me les atravesé como luz. De atolondrado, casi pelo el
fiyingo. Sentí que muchos me miraban, para no decir todos. Dije como con
sorna: Fijensén en las manos de esa mujer. ¿;Que pulso
ni que corazón va a tener para clavar una puñalada? Añadí,
medio desganado de guapo: ¿;Quién iba a soñar que el
finao, que asegún dicen, era malo en su barrio, juera a concluir de una
manera tan bruta y en un lugar tan enteramente muerto como éste, ande no
pasa nada, cuando no cae alguno de ajuera para distrairnos y queda para la
escupida después? El cuero no le pidió biaba a
ninguno. En eso iba creciendo en la soledá un ruido de
jinetes. Era la policía. Quien más, quien menos, todos tendrían su razón
para no buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor era traspasar
el muerto al arroyo. Recordarán ustedes aquella ventana alargada por la
que pasó en un brillo el puñal. Por ahí paso después el hombre de negro.
Lo levantaron entre muchos y de cuantos centavos y cuanta zoncera tenía lo
aligeraron esas manos y alguno le hachó un dedo para refalarle el anillo.
Aprovechadores, señor, que así se le animaban a un pobre dijunto
indefenso, después que lo arregló otro más hombre. Un envión y el agua
torrentosa y sufrida se lo llevó. Para que no sobrenadara, no se si le
arrancaron las vísceras, porque preferí no mirar. El de bigote gris no me
quitaba los ojos. La Lujanera aprovechó el apuro para
salir. Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile
estaba medio animado. El ciego del violín le sabía sacar unas habaneras de
las que ya no se oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes de
ñandubay sobre una lomada estaban como sueltos, porque los alambrados
finitos no se dejaban divisar tan temprano. Yo me fui
tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Ardía en la ventana
una lucecita, que se apagó en seguida. De juro que me apure a llegar,
cuando me di cuenta. Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y
filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo,
y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no
quedaba ni un rastrito de sangre.
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